Niñatos Bestias

The following is the first in a series of translations of Chronicles articles into Spanish, as part of our outreach to the Spanish-speaking world. (TJF)

Durante los días que siguieron a los recientes asesinatos a tiros ocurridos en el campus de la Northern Illinois University (la universidad del Illinois del norte) los noticiarios de las grandes redes televisivas no cesaban de proponer útiles sugerencias para enfrentar el creciente problema de la violencia en los colegios. Las recomendaciones eran, como era de esperar, fatuos e irrelevantes frutos de la empobrecida imaginación de nuestra era postcristiana, a saber, entre otros ejemplos: 1. más sesiones de asistencia sociopsicológica para los estudiantes conmocionados y angustiados; 2. para las universidades, un sistema de alerta que incluyera bases de datos con números telefónicos tanto para estudiantes como para el personal docente, y, forzosamente, 3. o un sistema más riguroso de monitorización y control de la venta de armas o una prohibición pura y dura de éstas mismas.

Algunos comentaristas, sin embargo, se expresaron en sentido contrario, recomendando la portación de armas por todos, estudiantes y profesores; pues aunque otrora me hubiese resultado atrayente esta idea, he visitado los campus universitarios bastantes veces para no desear confiar la vida de un ser humano a los “jóvenes” de hoy día. Los jóvenes que hacen oídos sordos ante las súplicas de que se bañen, de que se afeiten, o de que al menos aprendan a hablar su inglés materno, no son lo suficientemente responsables como para manejar armas de fuego. Existen, en efecto, universidades cuyos servicios de comedor reparten cubertería de plástico a los muchachitos (profesores y estudiantes) a fin de evitar que se degüellen al intentar tomar la sopa con tenedor.

Hay, por supuesto, jóvenes, afeitados o no, que poseen la experiencia y el juicio necesarios para manejar armas. De todas formas, una generación educada en el amor a las comunicaciones instantáneas y a los videojuegos no será precisamente la más indicada para acudir en defensa de nuestras libertades, a diferencia del ejemplo de dos granjeros valerosos y fuertes—los guerrilleros norteamericanos de antaño, Francis Marion y Nathan Bedford Forrest. La National Rifle Association usa un viejo lema que reza así: las armas no matan a gente; la gente mata a gente. En realidad, hoy en día debe de actualizarse este dicho; pues si las armas llegan a parar a las inexpertas manos de un típico y tímido morador de los barrios bien, no será puesta a salvo la vida de ninguno. El problema, en resumidas cuentas, no radica en la presencia o en la ausencia de armas sino en la clase de individuos formados por y en la sociedad actual nuestra.

Desde el nacimiento de una cultura que enaltece la juventud (¿los años veinte?) el hombre jóven no ha sido tenido en alta estima hasta que haya desempeñado un cargo estable durante unos años. En los años cuarenta la mayor parte de los jóvenes parecían haber llegado a la condición de adultos antes de contar 21 años de edad. En mis tiempos tardábamos hasta probablemente los 25, aunque tengo un número no inconsiderable de viejos amigos que pasarán en su vejez al mas allá, escuchando todavía los discos de Jimmy Hendrix y fumándose porros sin haber llegado a la madurez mental. Entre los conocidos míos que pertenecen a la llamada “generación x” se nota que el proceso de evolución hacia la adultez aún no ha comenzado. A quienquiera que, sobre este tema, no confie en mi palabra, bastaría sintonizar la radio (p. ej. la cadena NPR) o, incluso hojear la revista National Review . De hecho la hombría misma—en contraposición a una casual combinación genética que produce al varón—o el pueril culto al “machismo”—es un concepto que se vuelve cada vez más desprovisto de contenido.

Como en el caso del unicornio, el varón de estos días pertenece a un género sin especie. Poco importa que se le quiten o no las armas. Quien no posea armas andará, a principios encogido de miedo y luego irá pidiendo ayuda de tipo psiquiátrico. Quien sí las posea, igual se pega un tiro en la rodilla, o comete una matanza porque alguien le haya retado a ello. Lo que hemos hecho al crear a tales individuos (y cómo podríamos deshacer lo hecho) plantea una cuestión bien más seria que cualquier propuesta dirigida a reducir el nivel de violencia en los colegios.

Poco después de que los debates sobre la posesión y venta de armas perdieran ímpetu, disolviéndose en los tópicos de siempre, el gobernador de Illinois, Rod Blagojevich intervino con la oferta de unos 40 millones de dólares para el derribo del Cole Hall, el edificio donde había ocurrido el tiroteo, y, además, para la construcción de un nuevo inmueble para aulas. El gobernador está ansioso por que la atención del público se desvíe de él y que se dirija, en cambio, hacia su recaudador de fondos (y amigo suyo) Tony Rezko. “Blago”, el gobernador, ha llevado a su estado al borde de la quiebra, y ha logrado indisponerse incluso con su propio partido político que domina las dos cámaras de la legislatura. No obstante los susodichos problemas, por lo visto, sobra dinero para derrochar en gestos simbólicos.

Siempre me ha dejado perplejo Rod Blagojevich, que es de linaje serbio. Los serbios suelen ser un pueblo resuelto y fortachón, dotado de un buen sentido del humor. He conocido a serbios estúpidos, a serbios violentos, a serbios locos, a serbios aristocráticos, a serbios aburguesados y a serbios que se han portado como si se hubiesen criado en un establo; pero a muy pocos serbios he conocido que se han mostrado faltos de hombradía. Sus añosos monjes, incluso, son hombres viriles y peleones que, cuando no precisamente angelicales, son capaces, con los propios puños, de derribar a quienquiera que les intente agredir. Si “Blago”, del cabello esponjado y sonrisita de estiercolófago sirve de ejemplo de las transformaciones sufridas por las familias de inmigrantes una vez integradas en conformidad con el tipo norteamericano de clase media alta, pues lo aquí dicho argüiría a favor de las aulas e instrucción bilingües.

Los Estados Unidos post-cristianos se han convertido en un país raro a la vez que aburrido donde los hombres mayores de edad son niños—o niñas con igual frecuencia—donde las mujeres son diablesas y las armas y los inmuebles están tratados como autores culposos de delitos. Nuestro malestar no estriba en un error primitivo de imputar atributos morales a las cosas, pues existen precedentes históricos para procesar animales y objetos inánimes. En la Atenas de la antigüedad una cabra que matara a una persona podría ser ejecutada por homicidio, y si a un ciudadano se le caía encima una teja, ocasionando su muerte, la teja sería arrojada en el mar por ser esa una cosa malévola. Estas acciones rituales procedían de la creencia griega que la sangre de un homicida producía contaminación y, con la expulsión del contaminante, la carga de la congoja y del temor se haría desaparecer. Los antiguos paganos, por regla general, daban una profunda y casi sacralizada interpretación al nacimiento, al casamiento y a la muerte. Por parte nuestra, por lo visto, lo máximo que somos capaces de ingeniarnos son velatorios en que los participantes encienden unas velas y emiten graznidos que en algo se parecen a la melodía de “On Eagles’ Wings” (en alas de águila).

El pagano vivía en una comunidad cuya existencia abarcaba generaciones y que le enseñaba a ser leal y valiente en la defensa de la tribu o de la ciudad, conectándole así con sus rituales y con un mundo divino que forjaban el sentido del suyo propio. Habría podido tal vez atribuir, al menos en sentido metafórico, trascendencia moral a una cabra porque todo, tanto personas como cosas, iba cargado de trascendencia. En nuestro mundo de la anonimidad y de la existencia virtual nada, de ninguna manera, podría poseer significación alguna.

Los rituales públicos inventados ad hoc por las escuelas y las iglesias son poco peores que las liturgias inventadas, también ad hoc , por pastores y directores de coro. A medida que, en Estados Unidos, los practicantes, así católicos como protestantes, se alejaban de la religión multisecular y de sus tradiciones litúrgicas, se veían obligados a idear, a guisa de sustitución de lo auténtico, pompas pueriles, y los norteamericanos conforme se han ido distanciando cada vez más de las realidades de la vida—el cultivar y el arar, el cazar y el pescar, el luchar y el morir—han llegado a ser más bien espíritus incorpóreos y no hombres y mujeres por mucho que se hayan sumergido en la existencia física más innoble. En este país viven individuos, y he conocido a algunos, tan retrasados moralmente que cabe preguntar a veces si reunen las condiciones psicológicas adecuadas para ser juzgados o quizá condenados en la vida de ultratumba. En cierto modo no parece ser de justicia que estos “niños”, lo bastante estúpidos como para aplaudir a Al Gore, votar por Barak Obama o fiarse del “Honesto John” McCain, puedan ser condenados a pasar las penas infernales si bien habrán cometido los siete pecados capitales. Y si Vd. alguna vez se encuentra padeciendo arranques de un redomado optimismo, sólo haría falta, a modo de correctivo, sintonizar Weekend America (transmitido por National Public Radio) o a Glen Beck. ¿Cómo se explica que la nación de Washington y Jefferson—y de Calvin Coolidge y Gerald Ford—haya producido a tal gente? Al lado de los estadounidenses de menos de 50 años de edad, los “jóvenes brillantes” de Evelyn Waugh o las criaturas del Brave New World (Un mundo feliz ) de Aldous Huxley nos parecen bien dotados de profundidad y valor.

Quizás, en algun punto intermedio entre el limbo y el purgatorio, una comisión mixta de ambos lados podría establecer un campo de reeducación. A los chicos se les podría enseñar que el matrimonio supone algo mayor que el vivir arrejuntados, y a las chicas, que el estado matrimonial y los hijos procedentes de él deben anteponerse siempre y en todos casos a sus “carreras”. En este país, ¿cuántas veces se topa con una mujer, de esas egocéntricas, que va proclamando enardecida su necesidad de sentirse realizada con una carrera y que descubre más adelante que no es precisamente una Juana de Arco de nuestros días ni una Madame Curie sino una perita cualquiera en márketing o maestra de primer ciclo de escuela secundaria? Desatiende a su hijo de dos años de edad, depositándolo en una guardería a cargo de sólo sabe Diós quién, no, por cierto, en beneficio de la humanidad, sino únicamente para escapar del aburrimiento o para ganarse lo suficiente para costearse cada año unas vacaciones de buceo en Cancún.

Apartados de todas las realidades de la vida, farmacéuticamente anestesiados contra todo dolor, insensibilizados a todas las ansiedades, los sesos revueltos a través de sacudidas electrónicas que garantizan dejarle menos despierto a uno, los norteamericanos de hoy ya no son capaces de entender el mal porque desconocen por completo el bien. Las coordenadas de la moralidad ya no se establecen según las virtudes y los vicios, sino según las comodidades y las incomodidades, los lujos y las nimias privaciones.

Ante la profunda cuestión planteada por Job de por qué sufren los virtuosos—un buen número de americanos no podría menos de preguntarse si los médicos de Uz no pudieran haber desempeñado mejor su labor al tratar furúnculos, o por qué el santo Job no recurrió a la psicoterapia o por qué razón no solicitó préstamos a las agencias dedicadas a los negocios pequeños para así restablecer su caravana de camellos.

Al plantearse la pregunta de “¿Cómo han llegado las cosas a este nivel de locura?”, bien podríamos empezar por cuestionar las mismas instituciones que han formado el carácter de los americanos durante ya varias generaciones: los colegios. Durante el transcurso de tanto parloteo acerca de las balaceras en los colegios no nos tomamos el trabajo apenas de pedir explicaciones de las razones por que estamos construyendo “reservas” de adolescentes que dan cabida a decenas de miles de chicas y chicos alienados y hormonalmente trastornados. A finales del siglo XIX los jóvenes norteamericanos asistían a clases en escuelas que albergaban quizá a cien o doscientos alumnos, siendo casi todos éstos del mismo barrio. Las universidades, de las más pequeñas hasta las grandes universidades estatales, y muchas de las privadas además, contaban con estudiantados compuestos de personas de educación y clase social parecidas. Durante la década que siguió a 1950, yo iba a una escuela “K-8” (del kindergarten al octavo curso) en que cada curso se componía de cerca de nueve secciones, y cuyo número de alumnos del colegio entero no excedía de 300. A todos mis compañeros de curso los conocía como conocía también a la mayoría de los alumnos de los cursos por delante y por detrás del mío. Aún cuando los del octavo curso nos acosaban e incluso nos daban palizas, nosotros, los del séptimo, reconocíamos que aquello representaba solo una fase pasajera. Jugábamos al béisbol, nuestros acosadores y nosotros, y saldríamos con las hermanas de aquellos cuando llegaramos a la edad adecuada.

La escuela secundaria, a su vez, era un lugar que a uno le podría resultar espantoso puesto que eran demasiado grandes e incluían a tantos alumnos que provenían de un gran número de barrios muy distintos unos de otros. No obstante eso, durante el primer año los freshmen (alumnos del primer curso de secundaria) podrían todavía juntarse con sus compañeros de barrio. Mi propio colegio secundario, por ejemplo, el General William Moultrie High School de Mount Pleasant, Carolina del Sur, contaba con aproximadamente 350 alumnos, a la mayoría de los cuales yo conocía de vista. Esta afirmación es también válida para mi universidad, el College of Charleston, con sus 500 estudiantes a quienes sabría identificar de nombre o por unas distintivas características—el deportista de cabello cortado al rape que aspiraba a estudiar para médico, el estudiante de física, portador de reglas de cálculo, que era a la vez integrante del equipo de tenis. A partir de unos pocos meses me sentía casi como en casa, y cuando al fin terminé la carrera, sentía que mi pueblo natal era ya cosa del pasado.

Como afuerano que era, con aspiraciones a “esteta” en la Charleston filistea, a mí seguramente se me habría tenido por bicho raro. Me inquieta pensar, aún por un momento, en la impresión que habría causado a mis compañeros, y me pregunto a veces en qué especie de monstruo me habría convertido si se me hubiese metido en una de estas gigantescas fábricas de hoy, llamadas escuelas, sitios impíos y sin asomo de idea de Diós, que dan forma al carácter de tantos jóvenes norteamericanos de estos días. De hecho supongo que estaba contento, al menos dentro de lo posible para un jóven casquivano como era yo entonces. Adoraba mi universidad como amaba también mi ciudad adoptiva, y la alienación era algo de que yo había leído en una clase de la literatura francesa del siglo XX. Si tan siquiera hubiera tenido idea de hacia donde se encaminaba el mundo, habría prestado más atención a Albert Camus, cuyas obras leía y me gustaban, a Gabriel Marcel, a quien, unos años más adelante leería y admiraría, y a Jean-Paul Sartre a quien me obligaron a leer aunque lo detestaba desde casi la primera página de La Nausée .

Todos los existencialistas, sin embargo, tenían algo importante que comunicarnos sobre un universo moral en que el hombre se hallaba sin los consuelos de la fe o sin los prejuicios tradicionales siquiera. El Meursault de Camus cumplía fielmente sus deberes sin creer en el valor de éstos, no sintió nada al morir su madre y pasó a andar con un vulgar bribón. Pues, ¿acaso era él quien para emitir juicios? Marcel, por su parte, con su análisis de la forma en que la burocracia nos reduce a la dimensión infrahumana de números en un cuadriculado, diagnosticó un importante componente del mal moderno. ¿Qué es lo que queda de nuestra humanidad? Para Camus, cuya memoria sigo honrando por su condición de pagano virtuoso, la respuesta consistía en una vida de honorable y heroica acción. Sartre, si bien era en su vida personal un total salaud (aquí se emplea su propia palabra) finalmente encuentra su razón de existir en un compromiso amoral con el partido comunista, pero fue Sartre que me dio mis primeros indicios del tipo de hombre que es engendrado por el estado unitario moderno (ya sea de corte democrático o comunista).

En un cuento titulado “Erostrate “, escrito antes de su engagement político, Sartre retrata a una nulidad de hombre que ansía dejar su impronta en el mundo. Este fracasado ha tomado como modelo a Herostrato, un jóven que en el año 356 a. de J.C. destruyó el magnífico templo de Artemisa en Efeso con el solo propósito de ser recordado. El protagonista del cuento sartriano piensa matar, al azar, a seis personas. ¿Por qué a seis? Porque en la recámara de su arma sólo caben seis balas—un razonamiento que reduce las vidas humanas a una absurdez numérica.

Con los años, he cavilado sobre si Sartre había concebido este cuento a título de comentario sobre la violencia política de los años treinta cuando en la calle se vapuleaban jóvenes comunistas y fascistas. Podría ser que fuesen más engagés entonces que nuestros alumnos-francotiradores de hoy pero aquellos iban también, moral y socialmente, a la deriva, desorientados y despojados de sus raíces filosóficas en el período de entreguerras. Catherine Savage Brosman, sin embargo, en su libro Jean-Paul Sartre , se percata de un malestar que va más allá de las políticas totalitarias. En Sartre el aspirante a asesino “desprecia el auto-engaño humanista que imputa valores al ser humano como tal. Quiere dominar él a los demás y por tanto prefiere mirarles a la espalda o a la cabeza desde la altura de varios pisos … Su proyecto es cometer un acto memorable de destrucción …” Al fin y al cabo, “listo y esperando al acecho a sus víctimas, no consigue actuar, no por algún tipo de temor corriente sino porque los transeúntes le parecen ya muertos, desprovistos de significación.

¿Acaso desempeñaban el papel de Herostrato Dylan Klebold, Seung-Hui cho y Stephen Kazmierczak? Pues no lo sé ni ellos nos lo pueden hacer saber. Kazmierczak sí había enviado un último mensaje a su novia en que decía “no te olvides de mí”. La novia, a su vez, una asistenta social en ciernes que había deseado entender de autores de homicidios múltiples, contribuyó una reseña sobre esta temática al Amazon.com . ¿Podría haber transmitido esta mujer, conciente o inconcientemente, un sutil mensaje a este pobre jóven que le diera a entender que para conquistarse su amor tendría que destacarse como persona? El recado de Kazmierczak llegó junto con dos libros: uno era un estudio sobre autores de asesinatos múltiples; el otro era The Antichrist de Nietzsche. Los medios de comunicación se mostraban interesados en el primero pero es el segundo, en que el filólogo demente se empeña en desacreditar de una vez por todas el cristianismo, que nos ofrece la mayor trascendencia. El hombre postcristiano ya no está solamente “algo enamorado de la muerte cómoda e indolora”. Está obsesionadamente encaprichado de ella.

Desde La Ilíada el hombre de Occidente ha sabido distinguir entre los hombres que matan, como Héctor, en defensa de su familia y de su comunidad, y otros, como Aquiles, que matan por motivos de gloria personal. Aquiles, desde luego, luchaba en una causa declarada justa por los griegos y por sus dioses. A pesar de esto, algo tiene de espantoso un hombre que sueña con ganar la gloria y la riqueza para él y para su amigo una vez que se hayan matado todos los griegos y troyanos. En cuanto hijo de una diosa se cree por encima de las normas morales de su tribu y de su comunidad pero, aún así, no es un monstruo alienado y, cuando viene Príamo a rescatar el cuerpo de Héctor, pide a Aquiles que, en honor a la memoria del padre de éste, acceda a su petición.

Los estudiantes-francotiradores nuestros son cobardes sin honor que descartan de la mente a todos cuantos los han querido. Solos y alienados de la sociedad de los seres humanos desde el día en que entraron en la guardería o en el parvulario, la sociedad americana les ha indicado la vía más segura y eficaz que le queda a un pelele o fracasado que todavía aspire a la gloria. Si a ellos se les pudiese arrancar de sus tumbas y hacerles volver a la vida para prestar declaración en su defensa, a lo mejor podrían afirmar verazmente lo que dijo Charles Manson durante su proceso. Manson, que había pasado gran parte de su vida en orfanatos, en centros juveniles, y en cárceles, dijo al pueblo de California y al de Estados Unidos: “Vds. me han creado”. Son las escuelas, principalmente, que crean a alumnos-homicidas y mientras no eliminemos estas fábricas de la alienación podremos contar, seguramente, con más ataques.

(“Beastie Boys,” by Thomas Fleming, Perspective, pp. 10 through 12, Chronicles, May 2008)

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