La Iglesia Católica en los Estados Unidos ha tenido un sesgo político izquierdista desde hace ya tanto tiempo que esta realidad es, a estas alturas, apenas noticiable. Este fenómeno viene de muy largo, desde que el cardenal Gibbon rechazara el llamamiento a la paz lanzado por el Papa Benedicto XV durante la Primera Guerra Mundial. Y es más: el cardenal garantizó al Presidente Wilson la inextinguible lealtad y el espíritu guerrero de los millones de católicos estadounidenses (incluyendo a mi padre a quien Gibbon, en persona, dirigió un discurso belicista en los predios de la Catholic University durante el invierno de 1916-1917).
La mayoría de los obispos de hoy día han sido criados en ámbitos políticamente cercanos al Partido Demócrata, de manera que les ha sido fácil tragarse la ideología y los programas de éste, feliz y tranquilamente ignorantes de cualquier tipo de incompatibilidad entre los proyectos políticos de los Demócratas y el compromiso de la Iglesia Católica en defensa de la vida humana. Lo que el Papa Juan Pablo II calificó de “la cultura de la muerte” es, en Estados Unidos, promovido principalmente por el Partido Demócrata, aunque entre éstos y los Republicanos rápidamente se está cerrando la brecha en estas cuestiones. Y los obispos y el Partido Demócrata están unidos como gemelos siameses.
Sin embargo de vez en cuando se interpone la realidad, como se interpuso estrepitosamente el enero pasado cuando la Catholic Charities (una organización católica de beneficencia) de Richmond, Virginia llegó hasta a tramitar un aborto para una chica menor de edad que el U.S. Department of Health and Human Services (HHS) [agencia a nivel de ministerio federal de la sanidad y de la asistencia humana] había dejado a su cuidado. Los obispos responsables lograron callar este incidente durante varios meses hasta que, en junio, lo reveló The Wanderer, un semanario católico. Y se armó la de San Quintín.
La sede episcopal católica, en Washington, conocida por la denominación de The United States Conference of Catholic Bishops (USCCB) había estado pidiendo fondos, desde hacía ya meses, al gobierno federal del orden de varios millones de dólares, para colocar a niños con familias de acogida. (En el referido caso de Richmond había de por medio una inmigrante ilegal a cuyos padres no se les había conseguido localizar.) En ésto no hubo nada de nuevo. Los izquierdistas miembros del Congreso de Estados Unidos siempre se han mostrado bien muníficos en su largueza hacia la Iglesia Católica, pues ya sólo la Catholic Charities recibe más de dos mil millones de dólares cada año en subvenciones del gobierno federal.
Con el correr de los años, aunque los obispos quizá no se hayan dado cuenta, la burocracia de la USCCB ha aumentado hasta llegar a las gigantescas dimensiones que reflejan el crecimiento que se ha visto en las burocracias izquierdistas del gobierno federal y del Congreso. Y es precisamente con estas burocracias que la USCCB ha tenido que colaborar, y con las que, a la vez, se ha visto obligada a contar para el reparto de los fondos.
Como era de esperar, cuando los detalles del incidente llegaron al conocimiento del obispo de Richmond, Francis Di Lorenzo, y al de sus colegas, se quedaron todos ellos horrorizados—¡horrorizados! ¿Cómo fue posible que los buenos de sus empleados católicos hubiesen permitido semejante ignominia? Peor aún: se enteraron de que antes de los hechos, por lo visto, estos cómplices en el aborto lo habían discutido largo y tendido con sus compañeros de la burocracia de Washington. Y para colmo de los colmos, no habían consultado siquiera con un cura, ni mucho menos con un obispo. El pobre obispo Di Lorenzo se vio obligado a avisar a sus confrères que “algunos miembros de la … plantilla no eran suficientemente versados en las normas de la Iglesia Católica.” Un funcionario católico del HHS, exasperado, me afirmó sin rodeos: “a esto se reduce: el gobierno de Estados Unidos no confía en que la Iglesia Católica sea capaz de cuidar a niños.”
He aquí el quid de la cuestión: la burocracia de la Iglesia se ha vuelto prácticamente indistinguible de sus homólogos en el gobierno. La Iglesia emplea a muchos que no son católicos siquiera sino “expertos” en el campo de la asistencia social y en otros campos cuyas actividades suele fundar el gobierno. Con razón que, acerca de las enseñanzas católicas, muchos empleados suyos no tienen ni idea. Cada empleado está obligado a hacer cursos sobre la “prevención de abusos” pero, irónicamente, los obispos se niegan a incluir el aborto en su definición de abuso de niños. Y ahora se dicen horrorizados por lo sucedido en Richmond.
El cardenal Theodore McCarrick, muy poco antes de su jubilación en 2006, levantó la liebre. Cuando se le preguntó por qué la Iglesia no tomaba medidas más enérgicas contra los políticos “católicos” que votaban a favor del aborto pero que continuaban recibiendo la Eucaristía, el cardenal hizo alusión, delicadamente, a la “necesidad de cooperar con políticos y otros funcionarios del sector público, en vez de ofenderlos. Por ejemplo, se necesita dinero para los hospitales, obras benéficas y colegios católicos.” En otras palabras, si eliminamos la deliberadamente ambigua voz pasiva, dijo en efecto, “nos han comprado.”
La Iglesia ha estado deleitándose en el jacuzzi bastante tiempo ya, y es hora que se le corte el suministro de agua. Se halla hoy maniatada, aunque sea con esposas doradas. Es hora de tirar en el río Potomac esas esposas de oro, y sólo así podrán volver a ser libres nuestros obispos. Desde luego que esto supondrá la reanudación de sacrificios monetarios de parte del laicado, pero bien valdrá la pena si los obispos, en cambio, prometen cumplir nuevamente con su cometido, es decir, rechazar a los políticos y abrazar la cruz. Recemos por que la tragedia de Richmond de una manera u otra dé algunos frutos beneficiosos a pesar de todo.
The English-language version of this article first appeared in the September 2008 issue of Chronicles: A Magazine of American Culture.
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